Que la tierra le sea leve al gran Jacques Rozier
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Muerto el viernes pasado -es de suponer que agobiado por las estrecheces económicas puesto que en 2021 fue desahuciado de su domicilio-, Jacques Rozier nació en París en 1926. Tras formarse en el Institut de Hautes Études Cinematographiques, se emplea como ayudante de dirección de Jean Renoir en French cancan (1955). Brillante cortometrajista de ficción -Langage de l'ecran (1947), Une épine au pied (1954), Rentrée des classes (1955) y Blue jeans (1958)-, desarrolla paralelamente una actividad, igualmente apreciable, como documentalista para la televisión.
Su primer largometraje, Adieu Philippine (1962), es saludado por la crítica como una de las grandes cintas de la Nouvelle Vague, pero el público no le dispensa su favor. Esto estigmatizará la filmografía del realizador, que a partir de entonces sólo podrá emplazar su cámara muy de tarde en tarde. No por ello, Du coté d'Oruet (1969), su segundo largometraje, presenta la más mínima concesión a la galería. De hecho, siempre fiel a la independencia de su obra, el gran Rozier acabó siendo un marginado en los canales habituales de distribución.
Sólo conocido -y admirado- en los círculos cinéfilos, acabó partiendo hasta con la Cinemateca Francesa -también en 1921, mal año para el cineasta- , cuando ésta se disponía a dedicar un ciclo al conjunto de su filmografía.
Los párrafos que siguen son la reproducción del artículo que dediqué a la obra maestra de este gran cineasta en La Nouvelle Vague: la modernidad cinematográfica (T&B Editores, 2009). Que la tierra le sea leve al autor de una de las cintas más hermosas que he tenido oportunidad de admirar en mi ya larga experiencia cinéfila.
Si hubiera un parnaso del cine juvenil, Adieu Philippine habría de ocupar un lugar en él a la derecha de American Graffiti (George Lucas, 1973). Una y otra son las mejores películas que inspiró la juventud de la segunda mitad del siglo XX. Una y otra fueron cintas llamadas a trascender en la historia de la pantalla mundial. El aplauso conseguido por la propuesta de Lucas, amén de ese resurgir de los rockers que conocieron las postrimerías de los años 70, puso en marcha ese subgénero que bien podríamos agrupar bajo el epígrafe de "La nostalgia de los días en que nació el rock & roll". Entre otros, a él podrían adscribirse títulos tan estimables como The Wanderes (Philip Kaufman, 1979) o Grease (Randal Kleiser, 1978), nunca apreciados por la crítica al uso.
En un tono muy diferente, Rozier, aunque era algo mayor que Truffaut, se adecuaba a la perfección a la teoría del azote de Cahiers... sobre la distancia que ha de tener un realizador de su propia juventud para comprender -y así poder retratar- a quienes le suceden en la edad feliz. Antes de que Truffaut escribiera sobre él, Rozier ya había demostrado en sus cortometrajes un inequívoco interés por la juventud. Lo había hecho además sin los paternalismos y las condenas, más o menos subrepticias, de todo ese cine juvenil que se estilaba en la pantalla estadounidense desde Semilla de maldad (Richard Brooks, 1957), que a la sazón había encontrado un nuevo campo, mucho más liviano, en las comedias de playa protagonizadas por Frankie Avalon y Anette Funicello, dirigidas casi siempre por William Asher. Bikini Beach (1964), Muscle Beach Party (también del 64), Beach Blanket Bingo (1965) sólo fueron tres de aquellas amenidades.
Para Jacques Rozier, la juventud no era esa enfermedad que se pasa, como decían los adultos españoles, esas "personas decentes y de orden", que se autodenominaban, haciéndose eco de la sentencia de un escritor infausto cuyo nombre prefiero omitir. Para Rozier, que tenía 36 años cuando emplazó su cámara para el rodaje de Adieu Philippine, la juventud era esa edad afortunada que fue para cuantos fuimos jóvenes con pasión, que no prematuramente adultos, como el joven ideal en España, en Francia y en toda la sociedad occidental de aquel tiempo. Pero para el gran Rozier, la juventud también era esa edad confusa en la que casi todo da miedo, ese miedo a lo desconocido.
En sus cortometrajes, que en nuestros días todavía se proyectan en los ciclos dedicados a los jóvenes que se organizan en los centros culturales, se había interesado por esos primeros escarceos amorosos del veraneo en la playa -el verano es la estación de la juventud como el invierno lo es de la senectud, la primavera de la infancia y el otoño de la madurez- con los primeros besos, los primeros ciclomotores y los primeros éxitos del rock & roll. Tal vez fuera Rozier el primer cineasta que, en aquellas primeras filmaciones, en aquellos cortometrajes, retrató a los yeyés canónicos. Aquellos que escuchaban el espacio radiofónico Salut les copains 1.
Con su primer largometraje, Rozier abundó en aquel mundo juvenil para mostrarnos a un joven que se debate entre la camaradería y el amor que le inspiran dos amigas tan unidas que siempre van juntas, como las almendras filipinas a las que alude el título. Como tantos amores surgidos cuando el muchacho ya se siente atraído por las mujeres pero aún no sabe cómo conquistarlas, Michel se hace amigo de ellas. Pero lo que verdaderamente le une a Liliane y Juliette es una atracción tan carnal como esa relación que mantiene con una, sin que se entere la otra, y viceversa. De alguna manera, Adieu Philippine es una especie de Jules y Jim (François Truffaut, 1962) doméstico, apegado a la realidad de los jóvenes franceses sobre los que se cernía uno de los jinetes del Apocalipsis bajo la forma del conflicto librado en Argelia.
Toda esa frescura en la concepción de las películas anhelada por Truffaut y Godard, está presente en todas y cada una de las secuencias de Rozier. Tal vez fuera esta maravilla la primera cinta independiente tal y como ahora las concebimos. Rodada con técnicas próximas al documental, la espontaneidad de su interpretación y su retrato de París son tan novedosos como ya empezaba a ser canónico en la Nouvelle Vague, de la que Adieu Philippine fue el cuarto pilar junto con Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959), Hiroshima, mon amour (Alain Resnais, 1959) y Al final de la escapada (Jean-Luc Godard, 1960).
Pero lo que hizo que Adieu Philippine fuese la primera cinta que aplaudió esa crítica, que hasta entonces había denostado a Truffaut y a Godard, fueron esas eternas cuestiones del antimilitarismo -¿Por qué se me apartó de mi novia y de mi mundo? ¿Por qué se me llevó durante un tiempo a servir a la patria?- implícitas de forma inequívoca en Rozier. Esa insumisión de Boris Vian en El desertor -su más célebre canción- también está expresa en la maravilla de ese antiguo colaborador de Jean Renoir que fue Rozier. Ese espíritu anticastrense, del que también hacía gala Godard en El soldadito (1963) -aún prohibida cuando se estrena el primer largometraje de Rozier-, ese afán antimilitarista que inspirará a Truffaut en la secuencia inicial de Besos robados (1968), en la que se nos muestra a Doinel en el calabozo de su cuartel por indisciplinado, late en Adieu Philippine antes que en ningún otro título de ese nuevo cine que, a comienzos de los años 60, se está enseñoreando de la pantalla francesa.
Eso fue lo que consiguió que esa crítica, que se vanagloriaba de los fracasos económicos de Tirad sobre el pianista (François Truffaut, 1960), Les Godelureux (Claude Chabrol, 1960) o Une femme es une femme (Jean-Luc Godard, 1961), a la que el Oso de Oro conseguido en Berlín no salvó de ser un fracaso de público; esa crítica, en fin, que se congratulaba de que los títulos que sucedieron a los que pusieron en marcha la eclosión de la nueva pantalla fueran un fracaso económico, en la creencia de que el "no" que la taquilla comenzaba a dar a la Nouvelle Vague era debido a sus palabras adversas para los nuevos realizadores, tuvo que morderse la lengua antes de denostar Adieu Philippine.
Siendo Resnais el principal heraldo de la Rive Gauche, por muy elegantes que fueran los autómatas de la nunca bien ponderada El año pasado en Marienbad (1961), los afectos al cine soviético del deshielo nunca se ensañaron con las realizaciones de Resnais. Pero en el caso de Rozier, como el inequívoco heredero de las teorías de Truffaut y Godard que era, todo hacía presagiar la saña dedicada por la crítica marxista a las películas alejadas de la realidad de la juventud francesa. Mas aquel augurio resultó ser todo lo contrario en el caso de Rozier. Tal vez fuera la suya la propuesta más fresca de aquella nueva pantalla francesa y también la más apegada a la realidad.
No fue en vano que con el correr de los años, puesta a dedicar un monográfico a la Nouvelle Vague, Cahiers du Cinéma ilustrara la portada con una imagen extraída del primer largometraje de Rozier. Asimiladas las enseñanzas de Godard y Truffaut, la maravilla de Rozier supuso un respingo, un espaldarazo cuando la Nouvelle Vague ya empezaba a cansar a crítica y público. Si señor, amigos y detractores tuvieron que extrañarse ante tanta delicia: las teorías de la Nouvellle Vague encontraron su auténtica praxis en Adieu Philippine.
Lástima que el gran Jacques Rozier, ya anciano pero siempre afecto a lo insobornable de su cine, haya muerto por ello agobiado por las estrecheces económicas.
Publicado el 4 de junio de 2023 a las 06:15.